La niebla blanca
se apoderó de tu cuerpo,
de esas regalonas y redondeadas caderas
que llamaste tu templo.
Se introdujo por los poros de tu piel,
dejándote dura ante el tu Sol,
como éste pájara marchito
que no alzará más su vuelo,
como el paquete entre mis piernas
duro-recio-inerte-férreo.
Eres tú, mujer de la niebla,
que sólo el viento rozó tu piel
en tus días de desnudez;
Sólo con el mar
te sientes viva hasta gritar;
Y que la marea de tus vertientes
revive en ti eso que crees inexistente.
Ante tu Dios,
Rendida a sus pies, pides perdón;
Pides piedad, perdón ¡Una razón!
Haz untado niebla en tu cuero cobrizo,
tus curvas tímidas han endurecido.
Sonríes, vestida una vez más de tus polleras,
lista para retornar con tu Sol;
Decides despedirte de tu niebla
que en tu sinuosa sonrisa no te abandona.
Dolorosa y violenta
se apoderó de tu carne
hasta separarte de tu Dios.
Estás tiesa,
como este pene atado a mi cinto.
Mujer niebla,
no detendrás más tu vuelo;
alma libre y lejana,
que se eleva de entre las aguas
no se moja con la lluvia, tiembla por su frío.
Volverás a volar entre eucaliptos
entre tu bosque, el vino, el viento
que en ráfagas juguetea con las hojas
arrastrándolas, barriéndolas, sintiendo tu mármol.
¡Oh mi diana!
Atrapada en un cubo de metal.
El mar se extiende de tanto dolor
por no escucharte llegar,
sin comprender que has acabado ya.
Tus caderas, tus nalgas duras, tu sexo.
Tu cuerpo entero, ese que guardaste para él
es carcomido por los gusanos de tu altiplano.
Trata de aferrarse a ti; Penetrar por tus poros
Hasta que duela y tengas que soplar.
Esa tierra blanca trata de tocarte,
Pero estás tiesa-muerta-fría.
Mármol frío sobre tu frente.