25 de febrero de 2016

Huele a rojo y negro

-Podría pasar la eternidad enterrando mi nariz en tu nuca.

Olía a rojo, su cuerpo, sus manos tibias. Sus mejillas coloradas, sus labios después de besar los míos, su nariz cuando estaba apunto de explotar de pasión, sus caderas cuando mostraba las huellas de las mis manos.
El rojo de su piel y la sangre de nuestras espaldas nos embriagaban y nos impedían alejarnos de esa cama blanca donde sus pantalentas negras de encaje rompían mi sensatez.
Su piel blanca se erizaba con el rose de la punta de mis dedos. Hablaba. Hablaba con ese acento el cual yo no entendía pero debilitaba mis rodillas.
Bailaban sus senos blandoas sobre mis caderas y sus pezones colorados me retaban con su altanería.  Devorarlos. Perderme de en el sabor de su pecho era más de lo que podía pedir.
De pie, sintiendo el gris frío en la espada y lo tibio de sus dedos recorrer mis muslos mientras su lengua conversa con mi pecho, msi caderas tiembla y casi podía  sentir su sonrisa moriendo mis pezones erectos. Mis piernas tiemblaban,  me tambaleaban, me aferré al lunar de su espalda como un escalador lo haría del precipicio.
Gemidos. Los suyos los míos, y los de esos chicos en la habitación de al lado.
Encaje negro en el piso. Tomo sus cabellos rojizos desordenados y cuento una a una las pecas de tu espalda, sus caderas bailan contra el gris de la pared mientras súplica que entierre mi cabeza en su su cuerpo.

-Podría pasar la eternidad enterrando mi nariz en tu nuca.

Cuando me acurruqué en busca de los rizos rojos desordenados ella ya no estaba, ni el vestido blanco que adornadaba la falsa madera, ni los gemidos de las otras habitaciones. Allí estaba yo, con un temblor en las rodillas y un sabor dulce en los dedos.

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